viernes, 1 de mayo de 2009

Los jefes

Hoy, día del trabajador, no puedo evitar acordarme de mis jefes. He tenido tres desde que comenzó mi inserción en el mundo laboral pero todos parecían cortados por el mismo patrón de la prepotencia y la irrespetuosidad. Eso sí, un comportamiento mezquino que, casualmente, sólo ejercían hacía mí por ser mujer.

El primero fue un delegado comercial de una marca de aparatos de línea marrón que yo tenía que promocionar en unos grandes almacenes. Realmente fueron éstos últimos los que me entrevistaron para el trabajo y los que me impusieron ante este comercial a través de su departamento de recursos humanos y digamos que mi cometido era meterle por los ojos al potecial comprador esa marca en detrimento de otras, para que se decantara por adquirirla y así poder ganar mi consabida comisión. Y de paso, hacía muchas de las funciones que debían desempeñar los propios trabajadores fijos de los almacenes, a los que había que pelotear para que ellos también se esforzaran en vender los aparatos de tu marca en cuestión. Porque claro está, había otros promotores como tú, encargados de engatusar a los compradores con otras marcas que competían con la tuya.

La verdad no me fue mal, conseguía unas ventas bastante decentes al mes, teniendo en cuenta que el centro donde trabajaba era una pequeña sucursal del principal, que se encontraba más céntrico y donde por cierto, estaba mi homólogo pero del sexo masculino. Cuando el delegado nos emplazaba a ambos promotores a reunirnos con él para comentar las ventas o la salida al mercado de nuevos productos, nos acercábamos a su oficina y mientras el trato con mi compañero varón era distendido y amable, conmigo se comportaba de manera indolente y engreída, aunque mis ventas hubieran sido igual de buenas que las del otro, incluso me daba la sensación de que le molestaba que yo tuviera buenos resultados. Quizás penséis que me mostraba fría ante él o que no intentaba ser cordial, al revés, yo procuraba entablar conversación y hablar con naturalidad de todo, pero mientras con el otro bromeaba y le prestaba absoluta atención, en cuanto yo abría la boca para dar mi opinión o mi punto de vista sobre algo, parecía que no estuviera allí. Y no eras impresiones mías, pues a veces en la oficina coincidíamos con otro delegado que llevaba más productos de una marca filial, y en cambio éste me trataba de manera cordial y espontánea, sin reparos ni indiferencias.

Mi jefe me hacía el vacío cuándo íbamos de cena de Navidad e incluso cuando se enteró de que mi familia estaba en Capitalia, me insinuó que bien podría irme allí... Por más que intenté entablar una relación más cercana no hubo manera, así que a los tres años cuando me vencía el contrato, a pesar de haber llegado a la cifra de ventas prevista, me dió el finiquito. Ya pretendió haberme despedido antes, pero me enteré que el jefe de la sección de los grandes almacenes lo impidió, quizás porque simplemente yo cumplía con mi trabajo.

Mi segundo jefe, dueño de una pequeña distribuidora cinemátografica era la personificación del enanito gruñón. Bueno, más bien este personaje a su lado hubiera resultado un santo. Yo creo que su escasa altura le creaba un complejo de inferioridad que le predisponía a desencadenar su ira a las primeras de cambio. Su irascible temperamento se convertía en machismo recalentado cuando lo descargaba sobre el sector femenino de la empresa, incluída su esposa, que era una empleada más. El primer día que le ví tratar con una prepotencia humillante a su mujer supuse de qué pie cojeaba. Y no me equivoqué. Le encantaba presionar el intercomunicador y llamarte a su despacho para encargarte las cosas más triviales. En mi caso tenía que recoger todo lo que llegaba por el fax, pasar las sinopsis y demás datos de las películas al ordenador, atender a las llamadas que entraban por la centralita y catalogar el correo, entre otras cosas. Cuando estabas haciendo una tarea que hacía apenas diez minutos te había encargado, sonaba el pitidito, ibas a su despacho y te mandaba otra. Al final entre tus tareas asignadas ya de por sí y las que te iba mandando, siempre te quedaba algo pendiente y claro, pretendía que todo estuviera hecho a la de YA y si no, gritaba como un poseso despotricando contestaciones humillantes al reclamar tu presencia para pedirte el resultado de una de las tropecientas cosas que casualidad no te había dado tiempo a terminar. Además, al estar en la centralita debía pasarle las llamadas, y muchas veces me decía que en breve se pondría y me tenía con la llamada en espera ni se sabe, mientras yo me esforzaba en darle largas al cliente: "Ahora se pone, espere por favor" mientras le ponía esa molesta musiquita de fondo. La melodía no duraba mucho (el teléfono volvía a sonar avisando de llamada entrante), de tal manera que descolgaba de nuevo y volvía a presionar el botón que la ponía en marcha. En una ocasión que salió de su despacho se dió cuenta de mi maniobra y encima me recriminó que no debía tener así al cliente... ¿Y qué quería que hiciera mientras él se tomaba todo el tiempo del mundo para coger la llamada con su pachorra infinita? ¿Qué me pusiera a contarle chistes a la persona que estaba al otro lado del aparato? Hubiera sido más fácil decirle a esa persona que le devolvía la llamada o alguna respuesta coherente, no? en vez de tenerlo en espera... porque encima no me daba ninguna contestación, si se iba a poner o no... (a veces colgaban por aburrimiento, no me extraña).

Las demás empleadas que trabajaban allí no resultaron de mucha ayuda, eso era un "sálvese quién pueda" y claro, parecían adoptar una actitud de cautela, pensando que mientras estuviera tomándola con otra, no la estaba tomando con ellas. Cuando entro otra nueva después que yo, empezó su atosigamiento hacia ella, pero esta chica le dió un par de contestaciones del estilo: "¿Es necesario que vaya a tu despacho cada vez que me tengas que encargar algo?"(dicho por el intercomunicador) y duró una semana escasa. Sólo había un chico, que se encargaba de clasificar las copias de las películas en el almacén y con éste mostraba un comportamiento de lo más amable y campechano...

A los seis meses entró otra chica a la que me encargaron pusiera al día de mis tareas; en parte suspiré de alivio porque aunque no cobraba mal, estaba ya más que harta de tareas absurdas más propias de becaria que de una persona de treinta tacos con una licenciatura que tenía ganas de desarrollar sus conocimientos, y como ya me sabía prescindible totalmente por lo inconsistente de mis funciones, lo hice encantada, eso sí, no me marché sin ponerla sobreaviso del "infierno" dónde iba a meterse.

Mi tercer y último jefe era un conocido de mi marido, que me ofrecio trabajo en una empresa de cosméticos, en la sección de diseño donde él estaba como encargado. Mis conocimientos sobre programas de diseño gráfico por ordenador eran normalitos, o eso creía yo, porque me desenvolví bastante bien e incluso aprendí más cosas en poco tiempo. Aparte de diseñar o modificar ya diseños preestablecidos de los botes y envases de las marcas que fabricaban, me encargaba de redactar cartas de pedidos a proveedores, recoger los fax, clasificar los mails que entraban y enviárselos a la persona que correspondía dentro de la empresa, con la consiguiente copia para él.

El susodicho casi siempre llegaba tarde al trabajo (era familiar del jefazo) y cuando aparecía, se dedicaba a hacer cuatro cosas, me encargaba a mí que terminara algo y volvía a escabullirse para ir a cotorrear con las chicas que trabajaban en la planta de abajo manufacturando los cosméticos. A veces aparecía el jefazo y claro, me pedía los faxes que habían entrado (pues mi encargado no estaba para llevárselos) o yo misma se los acercaba a su despacho porque consideraba que eran pedidos o cosas urgentes que debía revisar como mandamás que era. Otras veces, desaparecía dejándome a mí que terminara un diseño que él tenía asignado (pero supuestamente yo sólo me encargaba de revisar y colocar cosas banales en los diseños como la fecha de caducidad o recopilar en word los ingredientes de los productos), y el jefazo aparecía a recogerlo, percatándose de que lo había realizado yo. Y así empezaron las malas maneras y las contestaciones pullantes, pues parecía que le molestaba que me reconocieran mi trabajo, como si yo sólo pudiera ser su "negra" y nadie debiera enterarse de ello. Pero es que cuando el señor encargadillo aparecía tras sus ausencias, no sabía por dónde le daba el aire, y claro, una vez me echó la bronca por no haberle avisado de la entrada de un mail al que le hacía referencia su superior, cuando yo le pasaba copias de todos los mails que entraban a su buzón de correo y su cometido era revisarlos, al igual que yo no podía impedir que el jefazo se presentara a recoger los faxes o los diseños pendientes que veía impresos en mi mesa, pues yo simplemente realizaba mi cometido.

Una vez el jefazo apareció en el despacho reclamando su presencia, bastante molesto por no encontrarle allí, así que cuando volvió consideré oportuno advertirle del mosqueo de su superior, pero su comportamiento me dejó desconcertada, por muy familiar que fuera suyo, pues se puso a gritar que a él qué cojones le importaba que estuviera mosqueado, que se aguantara, y otras lindeces que a mí me dió vergüenza ajena, pues el despacho del mandamás estaba a dos puertas del nuestro, como si le diera igual que le oyese y para colmo como si yo no hubiera hecho bien en avisarle de que su jefe estaba de un humor de perros.

Y es el señorito hacía lo que le venía en gana, aparte de llegar siempre tarde por las mañanas, para él era fácil emplear cualquier excusa tanto para sus ausencias durante la jornada laboral como para su demora en la entrega de un diseño, pues cuando no alegaba que había tenido que ir a revisar tal o cuál producto, otras veces es que costaba mucho encajar tal o cuál imagen o tipo de letra al diseño, o es que el programa se había "colgado", etc. Cuándo yo sabía que su trabajo era sencillo si le dedicaba el tiempo que requería y no se distraía cada dos por tres con llamaditas por teléfono, idas y venidas a la máquina del café y visitas a otros departamentos de la empresa.

A los seis meses me dijo que lo sentía, pero que no era la persona que él necesitaba para ese puesto, claro. Era mejor que se hubiera cogido a un colega y de su mismo sexo, al que manejar y con el que vacilar un rato y pasar el rato, que era lo que hacía él, porque con eso de que el trabajo con los ordenadores parece tan complicado para los profanos, encima se las daba de gran informático y mejor diseñador ante los demás. Cuando muchas veces tenía yo que realizar plantillas de documentos para otros departamentos cuya autoría no tardaba en atribuirse él. Y por no contar más, pues es increíble lo prepotente que llega a ser un tío cuándo ve que tú puedes desempeñar su mismo trabajo, que es lo que me pasó en este caso en concreto.

Supongo que habrá jefes amabilísimos y de esos que no te preguntan cuándo vas a la entrevista de trabajo si estás casada o si pretendes tener hijos a corto plazo (que te quedas con ganas de contestarles ¿y a tí qué coño te importa?). Pero en mi caso, con tres he tenido suficiente. Ahora prefiero ser yo la jefa y mejor de mi marido, porque así nos mandamos mutuamente...