Yo nací en Capitalia, porque así consta en mi DNI, pero yo tengo pueblo. Desde que tengo uso de razón recuerdo haber empleado la expresión "me voy al pueblo", aunque el pueblo no sea propiamente mío, sino el lugar donde nació mi padre, pero que se convirtió en mi sitio preferido de vacaciones y lugar por excelencia para evadirme de la agobiante atmósfera de la ciudad.
Desde pequeña, donde más disfrutaba era en el Pueblo. Allí podía dar rienda suelta a mi imaginación sin que mis padres tuvieran que preocuparse porque saliese a la carretera, me diera caramelos algún extraño o me robasen el triciclo… Una de mis primeras fotos en el pueblo es en la puerta de casa de mis abuelos, metida en un perol de latón disfrutando del baño al calor del "lorenzo". Antes que en triciclo ya me defendía con mi tacatá por aquella calle que por aquél entonces no se podía considerar más que un camino, porque ni siquiera estaba asfaltado en toda su longitud, cosa que no tenía la menor importancia porque aquél artilugio metálico sin un ápice de plástico era todoterreno. Después con siete añitos vino la bicicleta, una flamante Bh roja. Eso sí, empecé directamente a aprender en una grande, con sus dos ruedecitas accesorias de apoyo y el sillín bajado a tope... Mi padre enseguida decidió que debía aprender sin tanto artilugio, guiándome él desde atrás. Y claro que aprendí, pero tuvo una infinita paciencia conmigo, porque como ante mis ojos parecía un trasto enorme, cada vez que iba a frenar directamente me tiraba, soltando la bicicleta que terminaba estrellándose contra el suelo... Finalmente desarrollé mi sentido del equilibrio y supe controlar la manera de detenerme, y una vez que aprendí, ya no dejé de pedalear en todo el verano. Era lo primero que iba a buscar al Pueblo en cuanto llegaba el buen tiempo.
Por supuesto también las muñecas eran el centro de mis juegos de niña, allí podía bañarlas en baldes que se me antojaban gigantes, derramar agua de la manguera sin importar que mi prima y yo acabásemos empapadas de arriba a abajo, hacer partícipe al perro que tenían mis abuelos de un aseo improvisado e incluso disfrazarlo también, como hacíamos nosotras con aquellos ropajes setenteros y muy hippies que descubrimos un día en el interior de un armario antiguo... El patio de casa se convertía en un bazar donde se agolpaban toda una retahíla de juguetes diversos y cachivaches, y además, de un travesaño del techo que lo cubría parcialmente, llegó a colgar un columpio, que nos hacía elevarnos hacia el cielo y reir sin más preocupaciones que la de esperar la suculenta merienda, que casi siempre consistía en pan con queso o chocolate o un suculento bocadillo de chorizo casero de los abuelos.
En cuanto cumplí los once años, no tardé en juntarme con los chicos y chicas del Pueblo (al igual que otr@s foraster@s) para participar en los juegos que hacían, como todo niño intrigado por la diversión que se sucedía allí. Hice amigos con mucha más facilidad que en Capitalia, quizás porque no tenía que dar explicaciones a nadie si aprobaba todo o no, si era la más popular de la clase o la "empollona" introvertida... En el Pueblo simplemente era yo misma y así fuí aceptada. Nos reuníamos e íbamos en bicicleta por todas sus calles, nos acercábamos a los pueblos de alrededor, a la piscina próxima que había en otro pueblo, a la arboleda del monasterio del pueblo, a correr por los caminos del campo en general... Todo era nuevo, excitante, siempre había algún lugar por recorrer, alguna travesura que hacer. Por las mañanas nos juntábamos antes de comer para planear qué íbamos a hacer por la tarde, por las tardes jugábamos al frontón, al burro, hacíamos guerras de agua con los botes de las bicicletas o planeábamos una excursión para ir a merendar a algún sitio. Por las noches nos sentábamos en la parte trasera de la Iglesia, a contar anécdotas, chistes, historias de terror, de extraterrestres, leyendas urbanas o del Pueblo... todo valía. O nos subíamos a la peña más alta del pueblo para contemplar un cielo raso y cuajado de estrellas, sin apenas contaminación lumínica, donde siempre se ha distinguido la estela de la "leche de la madre" o Vía Láctea. También jugábamos al bote al esconderse el sol, donde la plaza entera del pueblo era escenario exclusivo para nosotros, incluso nos llegábamos a dividir en dos grupos para jugar a un escondite que se desarrollaba en todo el pueblo, cuya consecuencia a veces resultaba ser una invasión inoportuna de piojos sobre nuestras cabezas, por haber tenido la genial idea de escondernos en algún lagar o caserón medio abandonado...
Mi adolescencia allí fue inolvidable, sólo tengo gratos recuerdos del Pueblo. Eramos una pandilla que abarcábamos dos o tres quintas, y pronto nos agenciamos nuestro propio lugar de reunión que no podía ser otro que una bodega subterránea, una construcción propia de la zona, que antaño y hoy día sigue sirviendo como almacén de vino o de alimentos para conservarlos fresquitos ya que mantiene la misma temperatura ambiente durante todo el año. Así que nos metíamos allí sobre todo en verano, cuando el sol caía a plomo en tardes demasiado calurosas. La acondicionamos con una pequeña pista de baile, una barra de bar y unos improvisados sacos rellenos de paja como asientos o "reservados" para las parejas que empezaron a formarse. En ella empezamos a organizar aquellos "primeros bailes" de adolescentes efervescentes... donde sonaba Pimpinela en un chirriante radiocasete y todos, aunque no lo queríamos reconocer, anhelábamos que saliese la canción lenta para poder bailar pegados con aquella persona de la pandilla que nos gustaba. Aunque los chicos, inducidos por su testosterona, aprovechaban cualquier descuido para apagar las velas, único sistema de iluminación en aquella especie de caverna, para intentar meternos mano sin ningún reparo. Enseguida se sucedieron "las bebiendas", porque ya no era lo más importante reunirse para bailar o merendar, sino organizar fiestecitas los fines de semana donde empezaron nuestros contactos con el alcohol. Primero a base de sustraer botellas de vino de las bodegas de nuestros respectivos familiares y luego, haciendo bote común para adquirirlas en la tienda de ultramarinos del pueblo, que afortunadamente pertenecía a los padres de una de las chicas de la pandilla, y que ella nos proporcionaba sin que nadie se enterara... Claro que aparte de nosotros, estaba el grupo que llamábamos los "mayores", que eran los que obviamente tenían 18 años o más, y por debajo de nuestras edades estaban los hermanos pequeños de todos, la pandilla de los "pequeños". En aquel momento nos sentíamos los reyes del mundo, ni niños ni carrozas, y sólo empezamos a desear el tener los 18 cuando el Pueblo empezó a quedarse pequeño y ansiábamos tener el deseado permiso para poder ir a Ciudad Local, donde había mucha marcha los fines de semana, apenas a diez kilómetros del Pueblo, pero que suponía el tener que depender de gente que nos llevase en coche.
Es de suponer que la mayoría de novietes que tuve acabaron siendo de allí, algunos forasteros (así nos llamaban a los de fuera) y otros oriundos del Pueblo o de Ciudad Local. Y a Watio precisamente le conocí un fin de semana de Reyes que fuí a disfrutar de aquél ambiente en Ciudad Local que tanto me gustaba…
Desde pequeña, donde más disfrutaba era en el Pueblo. Allí podía dar rienda suelta a mi imaginación sin que mis padres tuvieran que preocuparse porque saliese a la carretera, me diera caramelos algún extraño o me robasen el triciclo… Una de mis primeras fotos en el pueblo es en la puerta de casa de mis abuelos, metida en un perol de latón disfrutando del baño al calor del "lorenzo". Antes que en triciclo ya me defendía con mi tacatá por aquella calle que por aquél entonces no se podía considerar más que un camino, porque ni siquiera estaba asfaltado en toda su longitud, cosa que no tenía la menor importancia porque aquél artilugio metálico sin un ápice de plástico era todoterreno. Después con siete añitos vino la bicicleta, una flamante Bh roja. Eso sí, empecé directamente a aprender en una grande, con sus dos ruedecitas accesorias de apoyo y el sillín bajado a tope... Mi padre enseguida decidió que debía aprender sin tanto artilugio, guiándome él desde atrás. Y claro que aprendí, pero tuvo una infinita paciencia conmigo, porque como ante mis ojos parecía un trasto enorme, cada vez que iba a frenar directamente me tiraba, soltando la bicicleta que terminaba estrellándose contra el suelo... Finalmente desarrollé mi sentido del equilibrio y supe controlar la manera de detenerme, y una vez que aprendí, ya no dejé de pedalear en todo el verano. Era lo primero que iba a buscar al Pueblo en cuanto llegaba el buen tiempo.
Por supuesto también las muñecas eran el centro de mis juegos de niña, allí podía bañarlas en baldes que se me antojaban gigantes, derramar agua de la manguera sin importar que mi prima y yo acabásemos empapadas de arriba a abajo, hacer partícipe al perro que tenían mis abuelos de un aseo improvisado e incluso disfrazarlo también, como hacíamos nosotras con aquellos ropajes setenteros y muy hippies que descubrimos un día en el interior de un armario antiguo... El patio de casa se convertía en un bazar donde se agolpaban toda una retahíla de juguetes diversos y cachivaches, y además, de un travesaño del techo que lo cubría parcialmente, llegó a colgar un columpio, que nos hacía elevarnos hacia el cielo y reir sin más preocupaciones que la de esperar la suculenta merienda, que casi siempre consistía en pan con queso o chocolate o un suculento bocadillo de chorizo casero de los abuelos.
En cuanto cumplí los once años, no tardé en juntarme con los chicos y chicas del Pueblo (al igual que otr@s foraster@s) para participar en los juegos que hacían, como todo niño intrigado por la diversión que se sucedía allí. Hice amigos con mucha más facilidad que en Capitalia, quizás porque no tenía que dar explicaciones a nadie si aprobaba todo o no, si era la más popular de la clase o la "empollona" introvertida... En el Pueblo simplemente era yo misma y así fuí aceptada. Nos reuníamos e íbamos en bicicleta por todas sus calles, nos acercábamos a los pueblos de alrededor, a la piscina próxima que había en otro pueblo, a la arboleda del monasterio del pueblo, a correr por los caminos del campo en general... Todo era nuevo, excitante, siempre había algún lugar por recorrer, alguna travesura que hacer. Por las mañanas nos juntábamos antes de comer para planear qué íbamos a hacer por la tarde, por las tardes jugábamos al frontón, al burro, hacíamos guerras de agua con los botes de las bicicletas o planeábamos una excursión para ir a merendar a algún sitio. Por las noches nos sentábamos en la parte trasera de la Iglesia, a contar anécdotas, chistes, historias de terror, de extraterrestres, leyendas urbanas o del Pueblo... todo valía. O nos subíamos a la peña más alta del pueblo para contemplar un cielo raso y cuajado de estrellas, sin apenas contaminación lumínica, donde siempre se ha distinguido la estela de la "leche de la madre" o Vía Láctea. También jugábamos al bote al esconderse el sol, donde la plaza entera del pueblo era escenario exclusivo para nosotros, incluso nos llegábamos a dividir en dos grupos para jugar a un escondite que se desarrollaba en todo el pueblo, cuya consecuencia a veces resultaba ser una invasión inoportuna de piojos sobre nuestras cabezas, por haber tenido la genial idea de escondernos en algún lagar o caserón medio abandonado...
Mi adolescencia allí fue inolvidable, sólo tengo gratos recuerdos del Pueblo. Eramos una pandilla que abarcábamos dos o tres quintas, y pronto nos agenciamos nuestro propio lugar de reunión que no podía ser otro que una bodega subterránea, una construcción propia de la zona, que antaño y hoy día sigue sirviendo como almacén de vino o de alimentos para conservarlos fresquitos ya que mantiene la misma temperatura ambiente durante todo el año. Así que nos metíamos allí sobre todo en verano, cuando el sol caía a plomo en tardes demasiado calurosas. La acondicionamos con una pequeña pista de baile, una barra de bar y unos improvisados sacos rellenos de paja como asientos o "reservados" para las parejas que empezaron a formarse. En ella empezamos a organizar aquellos "primeros bailes" de adolescentes efervescentes... donde sonaba Pimpinela en un chirriante radiocasete y todos, aunque no lo queríamos reconocer, anhelábamos que saliese la canción lenta para poder bailar pegados con aquella persona de la pandilla que nos gustaba. Aunque los chicos, inducidos por su testosterona, aprovechaban cualquier descuido para apagar las velas, único sistema de iluminación en aquella especie de caverna, para intentar meternos mano sin ningún reparo. Enseguida se sucedieron "las bebiendas", porque ya no era lo más importante reunirse para bailar o merendar, sino organizar fiestecitas los fines de semana donde empezaron nuestros contactos con el alcohol. Primero a base de sustraer botellas de vino de las bodegas de nuestros respectivos familiares y luego, haciendo bote común para adquirirlas en la tienda de ultramarinos del pueblo, que afortunadamente pertenecía a los padres de una de las chicas de la pandilla, y que ella nos proporcionaba sin que nadie se enterara... Claro que aparte de nosotros, estaba el grupo que llamábamos los "mayores", que eran los que obviamente tenían 18 años o más, y por debajo de nuestras edades estaban los hermanos pequeños de todos, la pandilla de los "pequeños". En aquel momento nos sentíamos los reyes del mundo, ni niños ni carrozas, y sólo empezamos a desear el tener los 18 cuando el Pueblo empezó a quedarse pequeño y ansiábamos tener el deseado permiso para poder ir a Ciudad Local, donde había mucha marcha los fines de semana, apenas a diez kilómetros del Pueblo, pero que suponía el tener que depender de gente que nos llevase en coche.
Ciudad Local siempre ha sido un lugar recogido, donde todos nos conocíamos más o menos y a todos sitios se llegaba andando, pero también los fines de semana se llenaba de estudiantes y de forasteros como yo, que llegaban de otras provincias o de otros pueblos colindantes, lo que la convertía en lugar de marcha por excelencia. Además, llegado el verano, todos esos pueblos de alrededor iban celebrando sus fiestas patronales; verbenas en la calle que suponían conocer gente nueva, beber, bailar y descontrolar un poco, sin más preocupaciones que buscar quién nos llevara y nos trajera de vuelta; aunque de pueblos cercanos incluso volvíamos todos en grupo andando por la carretera...
Y es que a mis padres casi les daba más respeto que saliese por Capitalia que por el Pueblo y sus alrededores, aunque ello implicaba en muchas ocasiones tener que "hacer dedo" (cosa que procuraba no se enteraran), o asegurarnos la vuelta en el coche de algún conocido. Después, cuando ya pude ir con mi propio coche, accedían tras prometer que cumpliría unas normas básicas: tener mucho cuidado al volver de noche por la carretera y evitar beber, aunque esto último no lo cumplía a rajatabla, claro está... (inconsciencias de juventud...). Pero una de mis primas, que siempre me acompañaba y fue mi "carabina" en muchas ocasiones, me salvaguardaba un poco las espaldas, mintiendo, entre otras cosas, sobre la hora en la que llegábamos...
Es de suponer que la mayoría de novietes que tuve acabaron siendo de allí, algunos forasteros (así nos llamaban a los de fuera) y otros oriundos del Pueblo o de Ciudad Local. Y a Watio precisamente le conocí un fin de semana de Reyes que fuí a disfrutar de aquél ambiente en Ciudad Local que tanto me gustaba…
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