Nuestra amiga Candela nos ha lanzado un desafío en su blog: un relato por encargo. Propone a sus lector@s que hagamos un relato basándonos en unos hechos y en un personaje que ella nos brinda, para ver cuantas versiones diferentes pueden surgir. Ahí va la mía:
Juan Pedro Silverio Sepúlveda, vecino de Atalaya de Cañavate de 28 años de edad, esperaba su hora en aquellas cuatro paredes lúgrubes de la gaditana cárcel de Campo del Sur.
La policía tenía anotado en su expediente que había acabado con la vida de un anciano en Tánger y de un labrador de Cuenca, sólo para robarles un puñado de monedas. Pero él sabía que no era cierto. Lo del robo, claro. Porque con ambos había tenido unas pequeñas diferencias.
El anciano de Tánger, un octogenario que le ofreció trabajo en un taller de zapatos, resultó ser un maltratador reincidente que no sólo arremetía contra su mujer, sino que también humillaba a su joven nieta, una muchacha que había quedado bajo su cargo, por ser el fruto de un embarazo no deseado de una hija que hacía tiempo había sido desterrada del hogar paterno. La muchacha, de piel nívea y ojos azules destacaba entre sus congéneres árabes e hizo sospechar a Juan Pedro que tales atributos habían sido heredados de un progenitor extranjero, quizás un turista de tierras lejanas. Unos atributos que dejaron prendado al joven y que le motivaron a tomarse la justicia por su mano. Pues cuánto más convivía con aquél vejestorio prepotente, más ganas le entraban de estrangularle y la sangre le hervía cuando le veía descargar su ira sobre la frágil muchacha.Un día, cuando la encontró sollozando en el almacén del taller, le propuso la descabellada idea de fugarse juntos, pero la joven le confesó que tenía demasiado miedo y que no podía dejar sola a su abuela con semejante bastardo. Entonces Juan Pedro supo qué tenía que librarla de ese tormento.
Quiso que pareciera un robo, pero se ensañó tanto con el viejo, que unos testigos lograron ver cómo cosía a puñaladas el cuerpo de su víctima, dando la voz de alarma y saliendo en pos de él. Estuvieron a punto de alcanzarle pero Juan Pedro atravesó la gran plaza de Tánger y se lanzó al río Lukos desde una terraza próxima que hace de mirador, desapareciendo de la vista de sus perseguidores. Pero eso no evitó que lo reconocieran como el aprendiz del anciano zapatero y le acusaran ante la justicia.
Juan Pedro no tuvo más remedio que abandonar Tánger,ocultando su rostro tras una poblada barba y mirando de reojo a cuántas personas subían al barco que le acercaría hasta Tarifa. Su último pensamiento fue para la joven, pero no podía quedarse para comprobar si ella le correspondía. Durante el trayecto, se cuidó mucho de no establecer conversación con ningún pasajero y esperó pacientemente a que arribaran en tierra firme.Sus pasos le llevaron a buscarse la vida en múltiples oficios, primero por Cádiz, luego en Sevilla y por último en un pueblecito de Cuenca, donde dio muerte a su otra víctima, un labrador que cometió un grave error: intentar abusar de la hija de otro lugareño.
Juan Pedro desbarató las sórdidas intenciones de su patrón de un estacazo. Hablando con propiedad, cogió aquello que le pilló a mano en aquél pajar donde se iba a cometer tal ignominia: un pesado yugo que descargó sobre la cabeza del pederesta. La adolescente, de apenas quince años dejó de gritar y se zafó del cuerpo de su agresor, saliendo despavorida con la ropa a medio vestir. Juan Pedro percibió una mirada de terror demudando su inocente rostro y el sollozo ahogado que escapó de su garganta. Y suspiró, aliviado, al comprobar que el golpe había tenido el efecto deseado: su patrón yacía inerte, con el cráneo destrozado y cubierto de un gran charco de sangre.
Pero en un pueblo pequeño todos se conocen y la Guardia Civil no tardó en dar con sus huesos, por mucho que quiso ocultarse en la sierra para no ser apresado. Para áquel entonces su historial ya era conocido y la muchacha, por vergüenza o por miedo, no dio señales de vida para apoyar su versión; aunque su historia fue filtrada por un reportero de un diario negro que iba a la caza de ese tipo de sucesos.
Al final, sus acciones tuvieron consecuencias, se decía mientras pedía un último deseo: una opípara cena que disfrutaría antes de ser ajusticiado. Sabía que toda la ciudad de Cádiz había intercedido por él rogando un indulto ante el mismísimo rey Alfonso XIII, pero él se sabía un simple delincuente, y un monarca tiene demasiados asuntos pendientes como para hacerse eco de su causa.
En ese momento Juan Pedro no lo sabía, pero iba a ser el último ajusticiado con garrote vil en España. Pero él sólo quería que le dejasen disfrutar de aquella cena que jamás había probado en toda su vida y beberse el magnífico valdepeñas que la acompañaba y que degustó con fruición... mientras el verdugo le esperaba, ensamblando metódicamente las piezas de su artilugio infernal en el patio de la prisión.
Juan Pedro Silverio Sepúlveda, vecino de Atalaya de Cañavate de 28 años de edad, esperaba su hora en aquellas cuatro paredes lúgrubes de la gaditana cárcel de Campo del Sur.
La policía tenía anotado en su expediente que había acabado con la vida de un anciano en Tánger y de un labrador de Cuenca, sólo para robarles un puñado de monedas. Pero él sabía que no era cierto. Lo del robo, claro. Porque con ambos había tenido unas pequeñas diferencias.
El anciano de Tánger, un octogenario que le ofreció trabajo en un taller de zapatos, resultó ser un maltratador reincidente que no sólo arremetía contra su mujer, sino que también humillaba a su joven nieta, una muchacha que había quedado bajo su cargo, por ser el fruto de un embarazo no deseado de una hija que hacía tiempo había sido desterrada del hogar paterno. La muchacha, de piel nívea y ojos azules destacaba entre sus congéneres árabes e hizo sospechar a Juan Pedro que tales atributos habían sido heredados de un progenitor extranjero, quizás un turista de tierras lejanas. Unos atributos que dejaron prendado al joven y que le motivaron a tomarse la justicia por su mano. Pues cuánto más convivía con aquél vejestorio prepotente, más ganas le entraban de estrangularle y la sangre le hervía cuando le veía descargar su ira sobre la frágil muchacha.Un día, cuando la encontró sollozando en el almacén del taller, le propuso la descabellada idea de fugarse juntos, pero la joven le confesó que tenía demasiado miedo y que no podía dejar sola a su abuela con semejante bastardo. Entonces Juan Pedro supo qué tenía que librarla de ese tormento.
Quiso que pareciera un robo, pero se ensañó tanto con el viejo, que unos testigos lograron ver cómo cosía a puñaladas el cuerpo de su víctima, dando la voz de alarma y saliendo en pos de él. Estuvieron a punto de alcanzarle pero Juan Pedro atravesó la gran plaza de Tánger y se lanzó al río Lukos desde una terraza próxima que hace de mirador, desapareciendo de la vista de sus perseguidores. Pero eso no evitó que lo reconocieran como el aprendiz del anciano zapatero y le acusaran ante la justicia.
Juan Pedro no tuvo más remedio que abandonar Tánger,ocultando su rostro tras una poblada barba y mirando de reojo a cuántas personas subían al barco que le acercaría hasta Tarifa. Su último pensamiento fue para la joven, pero no podía quedarse para comprobar si ella le correspondía. Durante el trayecto, se cuidó mucho de no establecer conversación con ningún pasajero y esperó pacientemente a que arribaran en tierra firme.Sus pasos le llevaron a buscarse la vida en múltiples oficios, primero por Cádiz, luego en Sevilla y por último en un pueblecito de Cuenca, donde dio muerte a su otra víctima, un labrador que cometió un grave error: intentar abusar de la hija de otro lugareño.
Juan Pedro desbarató las sórdidas intenciones de su patrón de un estacazo. Hablando con propiedad, cogió aquello que le pilló a mano en aquél pajar donde se iba a cometer tal ignominia: un pesado yugo que descargó sobre la cabeza del pederesta. La adolescente, de apenas quince años dejó de gritar y se zafó del cuerpo de su agresor, saliendo despavorida con la ropa a medio vestir. Juan Pedro percibió una mirada de terror demudando su inocente rostro y el sollozo ahogado que escapó de su garganta. Y suspiró, aliviado, al comprobar que el golpe había tenido el efecto deseado: su patrón yacía inerte, con el cráneo destrozado y cubierto de un gran charco de sangre.
Pero en un pueblo pequeño todos se conocen y la Guardia Civil no tardó en dar con sus huesos, por mucho que quiso ocultarse en la sierra para no ser apresado. Para áquel entonces su historial ya era conocido y la muchacha, por vergüenza o por miedo, no dio señales de vida para apoyar su versión; aunque su historia fue filtrada por un reportero de un diario negro que iba a la caza de ese tipo de sucesos.
Al final, sus acciones tuvieron consecuencias, se decía mientras pedía un último deseo: una opípara cena que disfrutaría antes de ser ajusticiado. Sabía que toda la ciudad de Cádiz había intercedido por él rogando un indulto ante el mismísimo rey Alfonso XIII, pero él se sabía un simple delincuente, y un monarca tiene demasiados asuntos pendientes como para hacerse eco de su causa.
En ese momento Juan Pedro no lo sabía, pero iba a ser el último ajusticiado con garrote vil en España. Pero él sólo quería que le dejasen disfrutar de aquella cena que jamás había probado en toda su vida y beberse el magnífico valdepeñas que la acompañaba y que degustó con fruición... mientras el verdugo le esperaba, ensamblando metódicamente las piezas de su artilugio infernal en el patio de la prisión.
5 chispazos:
Te ha quedado genial. Ya hay dos, pongo los enlaces. Te ha tocado elegir tema para la semana que viene...
Muy guapo tu relato Coilet. Menuda imaginación le has echado... Pues si esto lo consigues sin tener tiempo, cuando lo tengas escribes un bestseller!
Vaya tela!
Besos!
Aceptando desafíos, sí señor.
Bsssssssssss
Cloti
Gracias, chicas, se hace lo que se puede, que la amiga Candela pone el listón muy alto...
Blas tú porque no te has puesto, mujer y lo mismo le digo a Cloti...
Joer, y lo hiciste "en un ratín". Vaya verborrea tenéis.
Me ha encantado tu relato.
Estáis poniendo el listón muy alto para el resto.
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